28 de noviembre de 2012

El Planeta de los Simios


(Aviso spoiler: este post contiene información acerca del final de la película que sirve de título al mismo. Si lo lees será bajo tu responsabilidad. Tu verás lo que haces.)

Todavía recuerdo la primera vez que vi el final de "El Planeta de los Simios", era sábado por la tarde y me estaba comiendo un bocadillo de pan con chocolate. 

Charlton Heston -alias Taylor Ojos Claros- a caballo se tropieza con los restos de lo que en su día fue "La Estatua de la Libertad" y descubre que en realidad no ha llegado a otro planeta sino que ha viajado cientos de años en el tiempo para ver dos cosas: 

1º que los seres humanos somos unos bestias que hemos destruido nuestra propia civilización a base de bombazos nucleares.

2º que el mono (todavía peludo) es el nuevo ser superior.


"El Planeta de los Simios" es, además de una buenísima película de ciencia ficción, una aguda reflexión sobre el antropocentrismo y la tendencia autodestructiva de la naturaleza humana,  que tiende una y otra vez a cometer los mismos errores, a pesar de conocer y poder prever con anterioridad sus terribles resultados.

Aprender de los errores es, según los antropólogos que estudian la evolución de la inteligencia, una virtud que caracteriza a casi todos los organismos del reino animal en su proceso de adaptación al medio que los rodea, pero que curiosamente tiende a desaparecer cuando el supuesto protagonista de dicho proceso es precisamente ese individuo -en teoría- culmen de la evolución animal y especie superior donde las haya, también conocido como ser humano.

Si en "El Planeta de los Simios" Charlton Heston descubría que los de su especie son unos descerebrados que acabaron con ellos mismos a base de pelotazos nucleares,  hoy el ocaso de nuestra civilización amenaza con llegar de una forma mucho menos espectacular pero igual de ridícula gracias a esas 2 características tan esenciales y definitorias de nuestra naturaleza humana: 

Una Innata Capacidad para Liarla, cualidad que en pleno siglo XXI viene de la mano de:
  1. la degradación y contaminación ambiental;  
  2. la sobreexplotación y la pésima gestión de los recursos;
  3. la terciarización de la economía y pérdida de tejido productivo en los países desarrollados a favor de la deslocalización industrial a países del llamado tercer mundo, donde las condiciones laborales son peores, la mano de obra más barata y la legislación a cumplir por parte de las empresas, mucho más flexible.
 Una Asombrosa Habilidad para Diluir Responsabilidades, olvidando así que el primer paso para no cometer otra vez el mismo error, es el reconocerlo.


En esta misma línea -la de reconocer los errores y asumir las presuntas responsabilidades-podíamos leer la semana pasada en El País un artículo en el que, analizando el tema del despilfarro económico debido al boom inmobiliario,  el debate se centraba en analizar que parte de responsabilidad recae sobre esos señores (ingenieros y arquitectos) que con su trabajo, perfilan y definen el mundo tal y como lo vemos.

Si hiciésemos una lectura simplificada del problema, podríamos decir que efectivamente nuestra realidad social, económica y territorial se articula a través de decisiones técnico-políticas que se materializan a su vez a través de determinados proyectos, siempre y a la postre, firmados por el técnico redactor de turno. 

Y así, centrándonos en el tema de la arquitectura y siguiendo esta lógica aplastante podríamos decir que hay museos vacios porque hay arquitectos que firman proyectos para museos desconociendo si existe programa o no para los mismos; hay piscinas municipales desiertas porque hay arquitectos que firman proyectos para piscinas desconociendo en número real de posibles usuarios; o incluso hay cementerios sin muertos porque aunque para morirse siempre hay voluntarios, a veces el arquitecto perdido en divagaciones formales y compositivas, se “olvida” de comprobar la viabilidad legal de lo que tiene entre las manos.

Vemos así que en un momento en que la figura del arquitecto está tan denostada por parte de la sociedad, es fácil señalar a este colectivo como parte responsable de los grandes males que nos acechan, cuando la realidad, es en sí mucho más compleja.

Los arquitectos son unos señores que en la mayoría de los casos, reciben encargos y su posición es sumamente complicada, tratando de mantener siempre el equilibrio entre el ejercicio de la responsabilidad que se les supone, y la necesidad de un trabajo que les dé de comer.


Por eso, ante la actual y aparente incompetencia de nuestros políticos, responsables últimos de las decisiones que conforman nuestra realidad social y territorial y pensando en aquello de asumir los propios errores, podríamos preguntarnos:

¿Hasta dónde llega entonces la responsabilidad del arquitecto?

¿Deben los arquitectos manifestar un cierto nivel de compromiso social allá donde los políticos se olvidan de hacerlo?

¿O deben simplemente adaptarse a las exigencias establecidas por el cliente, aunque este se llame Carlos Fabra y quiera hacer un aeropuerto donde no vuelan ni las gaviotas?  

¿Existe esperanza para los de nuestra especie o estamos destinados -como los humanos de "The Planet of the Apes"- a acabar corriendo semidesnudos por los bosques al servicio de una nueva especie dominante? 

Entender la arquitectura como una disciplina al servicio del ciudadano en particular y de la sociedad en general es una idea defendida por casi todos los arquitectos que conozco  (aunque reconozcámoslo, hay también arquitectos de corte mediático que salen a media tarde en programas de tipo tropical y sabrosón a quien directamente se la pela) y sin embargo,  la opinión acerca del nivel de compromiso que estos deben alcanzar, es tan diversa como contradictoria.

Pensemos por ejemplo en Alejandro Aravena, un conocido arquitecto chileno que se ha hecho famoso a través de su empresa ELEMENTAL, dedicada a la construcción de viviendas e infraestructuras para las clases menos pudientes de su país; pues bien, lo que para unos es una arquitectura de la austeridad con unos objetivos sociales, para otros y cito textualmente “es limosna arquitectónica” al servicio de un sistema que fomenta las desigualdades sociales y económicas.

Existen por supuesto posiciones intermedias y hay arquitectos que defienden una postura más ambigua,  hablan de falta de responsabilidad del arquitecto con la sociedad ante la ignorancia total de los políticos y sostienen que son estos los responsables últimos de la misma, centrando la crítica en malos proyectos, edificios icónicos y presupuestos desorbitados.

Más allá de la polémica, el caso es que ahora que desayunamos todos los días con noticias de edificios que tienen que permanecer cerrados por que son inviables económicamente y teniendo en cuenta que de las responsabilidades de los políticos no pienso ni hablar porque solo de pensarlo me entra urticaria, tengo que confesaros que mi intención original con todo este discurso pseudoapocalítico de sobremesa de domingo era introducir lo que pretendía ser el tema principal del post de hoy: una reflexión acerca de la implicación de la figura del arquitecto en la construcción de esta sociedad de crisis pero tomando como ejemplo el caso concreto de lo que será el nuevo edifico para la futura estación del AVE de la ciudad de Vigo y cuyas obras -tal y como os mostrábamos en el anterior post- generan en la actualidad una gran expectación entre los jubilados de la ciudad.


El proyecto de Vialia Vigo Urzáiz -firmado por el arquitecto norteamericano Tom Mayne- contempla la construcción de un tremendo edificio de 5 plantas que incluyendo 29.000 m2 de zona comercial, una planta para 1.300 plazas de aparcamiento, y una gran terraza-mirador de 18.000 m2 ubicada en su cubierta, coloniza un inmenso vacío urbano situado en el centro de la ciudad al servicio de un modelo de desarrollo socioeconómico basado en una terciarización de la actividad productiva que apuesta por el sector servicios como motor indiscutible de la economía.


El problema es que hoy el motor amenaza con calarse y el futuro del edificio se revela peligrosamente incierto ya que los elevados costes de mantenimiento y la poca previsión de beneficios ha obligado a las empresas que optaban a la gestión y explotación de la zona comercial a replantear su participación en el proyecto, dejando así en el aire la financiación privada que hacía viable la ejecución del nuevo edificio.














El caso es que, si al final el proyecto no consigue salir adelante y acaba convertiéndose en otro coladero gigante de fondos públicos ¿sería lógico considerar al arquitecto como parte responsable de dicho coladero por el hecho de colaborar en el desarrollo de un proyecto que “suponemos” debe ir acompañado de un plan de viabilidad previo en el que se justifica y avala la necesidad y el éxito del mismo? 

¿Es obligación de Mayne cuestionar la  viabilidad de un plan en el que analizando todos los componentes del mercado, haciendo una previsión de gastos y calculando los posibles ingresos, se haya definido el proyecto de la nueva estación como un elemento clave, necesario y estratégico para el futuro de la ciudad de Vigo?

¿O podríamos simplemente limitar la responsabilidad técnica de los arquitectos que trabajan para la administración pública al trabajo de definir un edificio, que dando respuesta a las necesidades espaciales y funcionales requeridas por ésta, cumpla también con las previsiones anuales de gastos por mantenimiento del mismo?

¿Y si éste es insostenible?

¿Debería añadirse un nuevo Documento Básico al Código Técnico de la Edificación que titulado a modo de CTE DB-Ojo a lo que te cuesta: Seguridad en caso de Político con Toda la Pinta de Liarla obligase al arquitecto de turno a relacionar los m2 del -por ejemplo- Museo del Chorizo Picante de Villa Rodrigo de Arriba con el consumo económico que supondría tener iluminadas las longanizas los 365 días del año, evidenciando así que el único museo del embutido que pueden permitirse los de Villa Rodrigo es la tienda de Teresita la charcutera?


Y sobre todo y ya para concluir, si a partir de ahora esto fuese así, si los arquitectos nos viésemos obligados a integrar los criterios económicos como una parte más -y no una consecuencia- del proceso creativo que acompaña a la redacción de todo proyecto, ¿estaríamos con ello aprendiendo de los errores previamente cometidos, tendiendo lazos hacia las necesidades reales de la sociedad que nos da de comer y demostrando que más allá de lo mal que pinta el futuro (de nuestra profesión), éste no sólo existe sino que además es imprescindible para no acabar todos como Charlton, desquiciados y en taparrabos?

Un saludo

La Sra. Farnsworth.